Pocos lo conocen. En lo alto del Cerro del Venado, perdido entre matorrales espinosos, cielos abiertos y el eterno calor del sur de Morelos, duerme un coloso de piedra que resiste al olvido: Chimalacatlán, “el lugar de los escudos de carrizo”.
Quien haya caminado esas tierras áridas del municipio de Tlaquiltenango quizá haya escuchado historias susurradas por los viejos: de muros sin cemento que desafían terremotos, de piedras ciclópeas colocadas como si un titán las hubiese dejado caer con precisión milimétrica, de una cueva donde los dioses habrían sellado sus secretos. Pero lo que parece leyenda se convierte en asombro cuando uno alcanza la cima y contempla las ruinas.
Un viaje al origen: 3,000 años atrás
Los arqueólogos fechan los primeros asentamientos humanos de la región en el Preclásico Medio, hacia el 1200 a.C.. En ese entonces, antes de que existiera Teotihuacán o Tenochtitlán, ya había manos moldeando la piedra en lo que hoy es Chimalacatlán. Algunos vinculan estas estructuras con influencias olmecas, otros con migraciones tempranas que darían origen más tarde a los pueblos tlahuicas. Lo que es seguro es que aquí floreció una civilización que entendía la tierra, la astronomía y el equilibrio de la piedra sin cal ni mortero.

A diferencia de las pirámides escalonadas del altiplano o las refinadas estructuras del sureste maya, en Chimalacatlán se impone la arquitectura megalítica: bloques de hasta dos metros de largo encajados sin errores. Un estilo que recuerda más a Aké o Izamal en Yucatán, pero con la fuerza de quien construye para la eternidad.
Los tres niveles de la ciudad perdida
La ciudad está dividida en tres sectores, cada uno escalonado en el cerro, como si ascendieras en capas hacia los cielos antiguos:
- Grupo A: En la parte baja, casi abrazado por la maleza, se encuentra un juego de pelota. Pequeño en comparación con los de otras zonas, pero de muros altos, solemnes, como guardianes de un ritual olvidado.
- Grupo B: A mitad del ascenso, donde el calor aprieta y el viento se vuelve cómplice, emergen plataformas colosales. Aquí los bloques megalíticos te rodean como un rompecabezas ancestral. ¿Templos? ¿Observatorios? Nadie lo sabe con certeza.
- Grupo C: En la cúspide del cerro, tras una caminata ardua, el premio es doble: una vista panorámica de la sierra sur de Morelos, y las terrazas ceremoniales, marcadas por piedras más pequeñas, pero con el mismo genio constructivo. Desde aquí se ve Tequesquitengo en días despejados y, dicen algunos, hasta el Popocatépetl si el cielo se despeja.

La Cueva Encantada: donde habitaron gigantes
A un par de kilómetros de las ruinas, semioculta por la vegetación, se abre la Cueva Encantada, un sitio aún más antiguo. En la década de 1940, la arqueóloga Florencia Müller descubrió en su interior fósiles de gonfoterios y milodontes, grandes bestias del Pleistoceno, así como herramientas humanas que datan de hace más de 10,000 años. Aquí, el tiempo se dobla: no estamos frente a una ciudad prehispánica, sino ante un refugio milenario de los primeros habitantes de América.
La cueva no es solo un sitio paleontológico, es también lugar de leyendas locales. Se dice que allí habita “la dueña”, una sombra femenina que protege la montaña y sus secretos. Algunos afirman haber oído cantos o lamentos en su interior al caer la tarde.
Cómo llegar a la cima del olvido
Para los aventureros que buscan descubrir este sitio, el viaje no es sencillo pero sí inolvidable. Desde Cuernavaca, se toma rumbo a Jojutla y luego hacia Chinameca, pasando por caminos rurales que atraviesan Las Carpas, La Mezquitera y Valle de Vázquez, hasta llegar al pueblo de Chimalacatlán. Desde allí, la caminata es de unos 2 kilómetros cuesta arriba, en senderos de tierra y piedra, con vegetación seca y sol implacable.
El ascenso requiere preparación: agua, calzado resistente, bloqueador solar y disposición de espíritu. Pero al llegar, todo esfuerzo se recompensa.

En 2001, los propios pobladores de Chimalacatlán, con apoyo del INAH, abrieron un museo comunitario. Modesto pero digno, el recinto guarda fósiles, utensilios, figurillas, puntas de obsidiana y otros vestigios recuperados durante décadas. Es un esfuerzo por mantener viva la historia, no solo para los visitantes, sino para los propios niños del pueblo, que aprenden que su tierra es más antigua que muchas naciones.
Chimalacatlán no es un sitio turístico convencional. No hay taquillas ni guías oficiales, ni multitudes tomándose selfies. Lo que hay es piedra, silencio y tiempo. Al estar allí, uno siente que algo nos observa, que el eco de los tambores antiguos aún vibra entre las terrazas, que la montaña recuerda cada paso, cada ofrenda, cada muerte.
En un mundo que olvida, Chimalacatlán resiste. Y espera.